sábado, 27 de febrero de 2010

En el tiempo que nos queda *

Suele pasar que a uno le escupan algunas (unas cuantas en mi caso) verdades en la cara y que uno no ceda. Que sepamos de forma conciente o inconciente, que absolutamente todo lo que acabamos de escuchar es cierto, y sin embargo no podamos con eso, y nos neguemos rotundamente a reflexionar esos puntos, y si lo hacemos, jamás se lo haremos saber al otro.
Hace unos días estuve en una situación de esas características, ocupando el lugar de la imputada, la soberbia que se niega a escuchar. Milagrosamente escuché, asentí y reflexioné.
Es importante destacar que tengo un orgullo algo más inflado y una incapacidad para callarme y para admitir errores algo mayores que el común de la gente.
Me callé, escuché, reflexioné, pedí disculpas, expuse mis inquietudes, fueron escuchadas.
Me siento mejor.

domingo, 21 de febrero de 2010

Eso. Lo imposible.

Hay momentos en la vida en los que no lográs entender el motivo de nada, aunque tengas una explicación coherente para todo.
Momentos en los que la ira reemplaza o canaliza todos los sentimientos, inclusive los buenos, los de felicidad.
También es posible que el problema en sí sea la paradoja de que tenés todo tan claro que deja de ser creíble y se nubla por completo.
Y entonces, cuando creés que lo tenés todo claro comenzás a ver que no es así, y que en realidad tenés dudas mínimas e insignificantes (por lo menos siempre lo sentiste así) que superan por mucho las dudas existenciales.
Y si tratás de ocultar esas pequeñas dudas, llega un momento en el que es insostenible, y cuando es insostenible, comenzás –de forma irremediable- a dudar de todo.
Y dudar de todo puede ser mucho más peligroso que tener constantemente esas preguntitas (preguntitas que preferiste ocultar) revoloteándote en la cabeza.
Pero en un momento de lucidez (o de confusión) después del ataque de ira, podés comenzar a ver cuáles son esas cosas que no te animaste a preguntarte o a repreguntarte en el momento indicado. Esos impulsos que no frenaste cuando debieras o, peor aún, no te atreviste a obedecer. Esas cosas que no te animaste a decirle, o que le dijiste. Y esa forma, esa maldita forma en que lo/la trataste y que, mejor o peor que la tuya, definitivamente no sentías propia.
Pero qué pasa, qué pasa si esos sanos minutos iracundos anteriores a la milagrosa lucidez, no llegan cuando tienen que llegar, qué si llegan tarde y ya no podés demostrarle que habiéndoselo dicho o no, habiéndote comportado bien o mal; lo que hiciste, sea lo que sea, no es propio de vos y no hay manera de decírselo, o casi no hay manera.

¿Qué pasa, entonces? Lo intentás. Por última vez. Eso. Lo imposible.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Era eso nomás.

El sueño de una vida normal, una familia, pileta y perro, y un gato, una profesión, una buena acción por día para los niños pobres, una buena relación con el guardia privado o con el policía, con el vecino y el almacenero, defender a tu esposa de los degenerados, cuidar a tus hijos de los secuestradores, mirar televisión y creerle a los noticieros, quejarte de la inseguridad, las epidemias, el hambre en África y terminar diciendo que son pobres chicos sin futuro. Dar clases de ética a todo el que se te cruce, cuidar las formas, los modales y la reputación, por sobre todo, cuidar el apellido, no hablar con extraños ni aceptar sus caramelos, no mirar a los linyeras, no dar limosnas porque es asistencialismo, evitar el barrio de Once, Constitución, Retiro, y, claramente, evitar todo el partido de La Matanza. Ser un ejemplo de vida y tener una vida soñada, ser pasivo, jamás levantarle la mano a una mujer, jamás a tus hijos. Jamás traicionar a un amigo. Revisar los mensajes de su teléfono celular y borrar los tuyos, para estar más seguro. Ir a ver cada tanto a tu madre, y, claro, mantenerla. Llevar a veces a los chicos al colegio para no ser un padre ausente, teñirte las canas, cuando llegue la calva raparte por completo. Ir en el verano a la costa, en el invierno a la sierra. No ir al trabajo cada cuatro o cinco años para quedarte haciéndole el amor, esa la convence de todo. Regalarle todo lo necesario para una vida de ama de casa full time. Ni sueñes llegar tarde o rechazarle una cena, eso jamás. Si es necesario, acompañala a la iglesia. Si es necesario, cená en casa de tus suegros cada tanto. Controlate delante de los chicos, de última se van a tomar un café. Auto, claro. DVD, microondas, TV, equipo de audio, celulares para todos, MP3, vida soñada ¿Superficial? Un poco, es lo de menos. Nunca te repreguntes nada, puede ser malo. Cuidá, siempre, la moral.

¿Solución mágica?: (No, no es "matarte laburando, empezar desde abajo") Nacer en cuna de oro.
¿Y el que no?: (No, no es "el que quiere, puede") Una prenda tendrá. No muy grave, sólo no va a elegir la vida que le toque.




Era eso nomás.

martes, 16 de febrero de 2010

La cultura del terror / 2

La extorsión,
el insulto,
la amenaza,
el coscorrón,
la bofetada,
la paliza,
el azote,
el cuarto oscuro,
la ducha helada,
el ayuno obligatorio,
la prohibición de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa,
la prohibición de hacer lo que se siente
y la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa la cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a sus hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
-los derechos humanos tendrían que empezar por casa- me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.




Eduardo Galeano, El Libro de Los Abrazos