lunes, 18 de junio de 2012

Matías Bernhardt presente


Hoy, una vez más, nos quisieron hacer creer, nos quisieron recordar que somos la peor basura. Que somos la basura que junta enfermedades, bichos, ratas e impunidades. La basura que aleja a los seres humanos. Nos dijeron en la cara que nos habían avisado, que no es su culpa. Que había señales, síntomas, hechos concretos que daban cuenta de lo que somos. Que no pretendiéramos otra cosa.

Nos volvieron a escupir, nos escribieron el destino una y otra vez. Con lápiz, marcador e indeleble. Nos dijeron que para ser hay que tener, y para tener hay que ser otros. Y dejar de ser los otros. Nos dijeron que a este paso nos seguirán acribillando. Porque ese es nuestro destino. Ser acribillados o vivir sin justicia.

Nos recordaron que somos la misma mierda de siempre, que nunca dejamos de serlo. Nos recordaron que ni en el gobierno más consensuado de la historia nosotros participábamos. Nos recordaron que en este forro gobierno participan otros, unos a los que hace 9 años les gustó la chapita progre, y supieron a quién votar. Otros creyeron que era lo mejor para nosotros, pero no nos consultaron. Y a nosotros nos dijeron que no hay chapita que usar. Hasta que comemos el culatazo. O el tiro en la nuca, como Matías Bernhardt.

Y como Matías era pura basura, ahí está, sin vida y sin justicia. Y como Luciano era pura basura, ahí está, sin aparecer y sin justicia. Nosotros, los vivos, somos más basura.

Como los asesinos no son basura, como no son ratas ni insectos, como no transmiten enfermedades, como no tienen mocos, como no alejan a otros seres humanos, como no escribieron su destino (al menos no con indeleble), como los asesinos pueden tener sin ser otros, porque los asesinos no son los otros, como los asesinos… es que hoy los absolvieron. Estrellita para ellos. Recordatorio para nosotros, o para los otros.

Hoy nos dijeron que no hay bandera que aguante nuestro dolor. Que no hay piel de cuero que soporte los golpes. Que no hay ojos que puedan llorar tanto, ni manos que puedan tantear en medio de tanta oscuridad. No hay lugar en este siniestro mundo en el que podamos refugiarnos. No podemos vivir, ni siquiera podemos vivir a la defensiva.

Pero nosotros bien sabemos que el indeleble se borra con alcohol y algodón. Y si no podemos vivir a la defensiva, habrá que salir a ofender.

domingo, 17 de junio de 2012

Acá hablo sobre dos personas que se encuentran, en un tiempo y un espacio particularmente determinados


Hay detalles de este relato (fechas, lugares, diálogos) que fueron narrados como los recuerda quien me los contó y, tal vez, no como sucedieron exactamente.


Había una vez Graciela. Graciela tenía 24 años y era una bibliotecaria estudiante de teología. Ella creía en la teología de la liberación como medio para estar con los de abajo, para luchar con los de abajo. Graciela vivía en Isidro Casanova y tenía rulos y pecas. Hacía un laburo comunitario con el padre Roberto Musante (hoy vive en Angola) en el Barrio Conet: formaba parte del Grupo Juvenil del Patronato.

Roberto Musante es quien una nochebuena de 1979 o de 1980, lee al grupo una carta de una amiga de él que estaba presa en la cárcel de Devoto. En la cárcel de Devoto estaba presa Estela. De Estela sé muy poco. De Estela sé menos que de Graciela. Sé que tenía alrededor de 10 años más que Graciela, o sea, unos 34. Estela era militante, era amiga de Roberto y estaba presa. En la cárcel de Devoto. A decir verdad, en esa época, Graciela también sabía poco de Estela.

Entonces, como estaba presa, Estela, en sus cartas, se refería a la capilla cuando hablaba de “la zapatería”, y a Roberto le decía tío. No sabemos muy bien si es Roberto quien quería que todo ese pequeño grupito le escribiera algo lindo a Estela para hacerla sentir mejor, o Estela, desesperada por el encierro, se lo pidió de forma implícita. No importa. Entonces cada integrante le dictaba algo a Roberto, porque en la carta sólo podía aparecer una letra. Graciela a Estela prefería contarle cuentos. Porque Graciela bien sabía que Estela, en la cárcel, iba al cine con sus amigas.

Ellas iban a “la ranchada”, donde tomaban mate. Raspaban los paquetes de yerba y con la parte verde se sombreaban los ojos y con la parte roja se pintaban los labios. Se maquillaban con la pintura de los paquetes de yerba. Se sentaban en ronda y se contaban películas: iban al cine. Entonces Graciela le contaba a Estela unos cuentos muy lindos, para que los comentara con sus compañeras presas entre mates y maquillajes.

Graciela dice que a veces pasaban seis meses entre carta y carta, cosas de la comunicación, de la dictadura y de la prisión.

En el año 1982, no sabemos en qué fecha exacta (ni sabemos a ciencia cierta que sea el 82), Estela sale de la cárcel. En ese tiempo (un poco antes o un poco después) la congregación de curas Salesianos manda a vivir a Roberto Musante a Puerto Deseado (Santa Cruz). Graciela se contacta con Roberto sólo por cartas, y su encuentro con Estela nunca se concreta. Graciela sólo se entera que Estela se casó, y se pone contenta. Había algo que las unía, y eso que las unía era tan fuerte que ni siquiera se esforzaron por concretar un encuentro: no lo necesitaban.

Si la historia terminara ahí, sería muy linda. Pero es algo distinto que linda, es algo más que linda.

En 1991, a sus 35 años, Graciela empieza a trabajar como bibliotecaria en el ISFD nº56, en Laferrere. Y, fíjese usted, se pone muy compinche con una tal Estela, una profesora de lengua del mismo profesorado. Una compañera muy simpática que la solía alcanzar hasta cerca de la casa, porque salían del trabajo a las 23hs, y Graciela siempre fue chiquitita, petisita y aparentemente frágil, pero nada que ver.

Un día, ya en 1992, Graciela se embaraza y su compañera, la profesora, la simpática, Estela, la empieza a alcanzar hasta la puerta de la casa con su Taunus verde. Entonces, una vez se dicen algo parecido a esto:

Estela: -Algún día te tengo que contar una historia, yo conozco este barrio hace muchos años. El barrio Conet. Conozco al padre Roberto Musante.
Graciela: -¡Yo también lo conozco! Gran amigo, y gran persona.
Estela: -Yo estuve presa en la dictadura. Roberto y un grupo de jóvenes de una capilla de por acá me escribían cartas. Me sacaban del calvario de la cárcel por ratos, me ayudaron a sobrevivir, me enseñaron a salir…

Claro. Estela hablaba y Graciela, con la panza ahí, no podía explicar todo lo que se le representaba: no tenía palabras. Pero se lo dice. Que ella era a veces la prima fulanita, a veces la abuela menganita, a veces la tía sultanita. Que ella le contaba cuentos, que ella la quería a su manera. Que supo que se casó. Estela y Graciela lloraron como locas y se rieron como locas durante un rato, un rato largo, con el auto en la puerta de la casa de Graciela y las balizas prendidas.

Hay algo, algo que pasó desde ese momento. Estela y Graciela no lo saben explicar. Menos lo voy a saber explicar yo. Es algo que excede todos los sentimientos, es algo para lo que el cuerpo y el intelecto quedan chicos. Es su vínculo. Así como dije, ellas no se desvivieron por conocerse cuando Estela estuvo libre, no lo necesitaban. Ellas sabían que sólo bastaba una cosa para volver a cruzarse: esa cosa era seguir creyendo que otro mundo era posible, y seguir luchando por él.

Estela se deshizo de las cartas para no comprometer al cura Roberto Musante. El cura Roberto Musante se deshizo de las cartas porque así es él, así de desinteresado, así de guardar las historias en su corazón.

Y es así. Hay cosas que no hay que guardar materializadas. Porque el esfuerzo de recordarlas sin que nada nos las recuerde, es mejor. Porque contarlas a los hijos como una de las huellas más preciadas que tenemos es mejor. Y que los hijos las reproduzcan con el corazón estremecido es mejor que guardarlas en una caja.


Y como la hija de Graciela soy yo, acá estoy con el corazón estremecido.