Qué sano es escribir, ¿verdad? Escribir en cualquier lado y situación. Tomarse el tiempo a veces, o quitarle tiempo a cositas menores, para escribir. Y canalizar. Canalizar iras, angustias, alegrías, insomnios, conmociones, emociones, sueños, utopías, nervios. Y canalizar. Que todo aquel que sea devoto de la escritura lo sabe, una puede caerse de sueño pero si tiene que decirse algo, decirte algo, no se duerme.
En cursiva, en imprenta, lápiz, lapicera, fibrón, pluma, cuaderno, hoja suelta, apunte, libro, boleto, servilleta. Escribir es un hábito que, creo y espero, no perderé nunca. Porque todo aquello que quiera decir y mi personalidad o mi entorno no me permitan, lo escribiré. Y algunos de mis textos serán publicados e intentarán ser comunicadores de ideas. Otros podrán ser leídos por unos pocos. Y otros, los más, serán releídos y reformados, o no, por mí dentro de unos años, meses, semanas, días.
Y traerán risas o llantos; pero seguro también recuerdos, nostalgias de tiempos lindos y feos, imágenes, sensaciones, olores. Y, creo, eso es lo más valioso de la escritura, lo que más me fascina. Transmitir a usted, o a mí misma, o a ambos. Generar una inquietud, una idea, un objetivo, una alegría y, si es necesario, una incomodidad. Esa incomodidad que genera el replanteo. De quién soy, por quiénes soy y por quiénes quiero ser. A quiénes quiero dejar ser
Y una se va perfeccionando con los años de escritura. Claramente no estoy diciendo que escriba mejor. Pero sí creo descubrir formas de escritura con las que me siento más cómoda. Sí formas con las que tal vez, creo, algún lector puede sentirse más cómodo. Verá usted, si no escribe, que lindo es escribir.
Y releer los primeros textos. Esos de mis 12 años, perdidamente enamorada. O los de los 14, increíblemente confundida pero también motivada. O los 16, a penas una hacedora de los sueños que algún día tendré suficiente coraje para cumplir. Y los 17, ensayísticos, experimentadores y expectantes de esa etapa nueva. Que me han ayudado a comprenderme en mis situaciones. Y viera usted todo lo que una aprende de una cuando escribe, todo lo que aprende a expresar sus emociones sin revelar aquello que no quiera, pero haciéndose comprender.
Cuando acompaña el mate, alguna comida, algún cigarrillo, algún tiempo. Ese traicionero pero anticipado tiempo. Alguna idea previa, como un boceto mental. Y hojas y lapicera. Que no se acaben, que no falten, que una se desespera y es capaz de escribir la pared limpita y bien pintada.
Hay que intentarlo, en los primeros textos seguramente canalizará pero tal vez no comunique. Y ahí, sobre la marcha, con tiempo y paciencia, empezará a sentirse una comunicadora, un comunicador. Esa es la gracia real de la escritura.
También tendrá oportunidad de recibir críticas, y créame que alguna -por constructiva o destructiva- le abrirá o romperá el corazón. Y en cualquiera de los dos casos habrá que empezar de nuevo, pero no de cero.
Y como si una cosa fuera la otra, escribir lo o la llevará a leer. Leerse primero a usted misma o mismo. Y después a otros y otras que escriban parecido. Y después a otros y otras que escriban distinto.
Y podrá robarse técnicas. Acortar o alargar párrafos y oraciones. Quitar y reponer conectores. Perfeccionar ortografía y gramática. También aprenderá a llegarle a quien conozca, y podrá decepcionar a unos cuantos, y tal vez, quién dice, se sentirá orgullosa u orgulloso de esas decepciones. Pero no vaya a creer que robar técnicas es malo. Porque cuando descubra las suyas propias y las vea en textos ajenos -salvando, claro, que sean fieles copias- se sentirá feliz y eficiente de su escritura.
Lo demás vendrá solito, y verá que es maravilloso.
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