Hay detalles de este relato (fechas, lugares, diálogos) que fueron narrados
como los recuerda quien me los contó y, tal vez, no como sucedieron
exactamente.
Había una vez Graciela. Graciela tenía 24 años y era una bibliotecaria
estudiante de teología. Ella creía en la teología de la liberación como medio
para estar con los de abajo, para luchar con los de abajo. Graciela vivía en
Isidro Casanova y tenía rulos y pecas. Hacía un laburo comunitario con el padre
Roberto Musante (hoy vive en Angola) en el Barrio Conet: formaba parte del
Grupo Juvenil del Patronato.
Roberto Musante es quien una nochebuena de 1979 o de 1980, lee al
grupo una carta de una amiga de él que estaba presa en la cárcel de Devoto. En
la cárcel de Devoto estaba presa Estela. De Estela sé muy poco. De Estela sé
menos que de Graciela. Sé que tenía alrededor de 10 años más que Graciela, o
sea, unos 34. Estela era militante, era amiga de Roberto y estaba presa. En la
cárcel de Devoto. A decir verdad, en esa época, Graciela también sabía poco de
Estela.
Entonces, como estaba presa, Estela, en sus cartas, se refería a la capilla
cuando hablaba de “la zapatería”, y a Roberto le decía tío. No sabemos muy bien
si es Roberto quien quería que todo ese pequeño grupito le escribiera algo
lindo a Estela para hacerla sentir mejor, o Estela, desesperada por el
encierro, se lo pidió de forma implícita. No importa. Entonces cada integrante
le dictaba algo a Roberto, porque en la carta sólo podía aparecer una letra.
Graciela a Estela prefería contarle cuentos. Porque Graciela bien sabía que
Estela, en la cárcel, iba al cine con sus amigas.
Ellas iban a “la ranchada”, donde tomaban mate. Raspaban los paquetes
de yerba y con la parte verde se sombreaban los ojos y con la parte roja se
pintaban los labios. Se maquillaban con la pintura de los paquetes de yerba. Se
sentaban en ronda y se contaban películas: iban al cine. Entonces Graciela le
contaba a Estela unos cuentos muy lindos, para que los comentara con sus
compañeras presas entre mates y maquillajes.
Graciela dice que a veces pasaban seis meses entre carta y carta,
cosas de la comunicación, de la dictadura y de la prisión.
En el año 1982, no sabemos en qué fecha exacta (ni sabemos a ciencia
cierta que sea el 82), Estela sale de la cárcel. En ese tiempo (un poco antes o
un poco después) la congregación de curas Salesianos manda a vivir a Roberto
Musante a Puerto Deseado (Santa Cruz). Graciela se contacta con Roberto sólo
por cartas, y su encuentro con Estela nunca se concreta. Graciela sólo se
entera que Estela se casó, y se pone contenta. Había algo que las unía, y eso
que las unía era tan fuerte que ni siquiera se esforzaron por concretar un
encuentro: no lo necesitaban.
Si la historia terminara ahí, sería muy linda. Pero es algo distinto
que linda, es algo más que linda.
En 1991, a
sus 35 años, Graciela empieza a trabajar como bibliotecaria en el ISFD nº56, en
Laferrere. Y, fíjese usted, se pone muy compinche con una tal Estela, una
profesora de lengua del mismo profesorado. Una compañera muy simpática que la
solía alcanzar hasta cerca de la casa, porque salían del trabajo a las 23hs, y Graciela
siempre fue chiquitita, petisita y aparentemente frágil, pero nada que ver.
Un día, ya en 1992, Graciela se embaraza y su compañera, la profesora,
la simpática, Estela, la empieza a alcanzar hasta la puerta de la casa con su
Taunus verde. Entonces, una vez se dicen algo parecido a esto:
Estela: -Algún día te tengo que contar una historia, yo conozco este
barrio hace muchos años. El barrio Conet. Conozco al padre Roberto Musante.
Graciela: -¡Yo también lo conozco! Gran amigo, y gran persona.
Estela: -Yo estuve presa en la dictadura. Roberto y un grupo de jóvenes
de una capilla de por acá me escribían cartas. Me sacaban del calvario de la cárcel
por ratos, me ayudaron a sobrevivir, me enseñaron a salir…
Claro. Estela hablaba y Graciela, con la panza ahí, no podía explicar
todo lo que se le representaba: no tenía palabras. Pero se lo dice. Que ella
era a veces la prima fulanita, a veces la abuela menganita, a veces la tía
sultanita. Que ella le contaba cuentos, que ella la quería a su manera. Que
supo que se casó. Estela y Graciela lloraron como locas y se rieron como locas durante
un rato, un rato largo, con el auto en la puerta de la casa de Graciela y las
balizas prendidas.
Hay algo, algo que pasó desde ese momento. Estela y Graciela no lo
saben explicar. Menos lo voy a saber explicar yo. Es algo que excede todos los
sentimientos, es algo para lo que el cuerpo y el intelecto quedan chicos. Es su
vínculo. Así como dije, ellas no se desvivieron por conocerse cuando Estela
estuvo libre, no lo necesitaban. Ellas sabían que sólo bastaba una cosa para
volver a cruzarse: esa cosa era seguir creyendo que otro mundo era posible, y
seguir luchando por él.
Estela se deshizo de las cartas para no comprometer al cura Roberto
Musante. El cura Roberto Musante se deshizo de las cartas porque así es él, así
de desinteresado, así de guardar las historias en su corazón.
Y es así. Hay cosas que no hay que guardar materializadas. Porque el
esfuerzo de recordarlas sin que nada nos las recuerde, es mejor. Porque
contarlas a los hijos como una de las huellas más preciadas que tenemos es
mejor. Y que los hijos las reproduzcan con el corazón estremecido es mejor que
guardarlas en una caja.
Y como la hija de Graciela soy yo, acá estoy con el corazón
estremecido.
Es hermoso, desde la historia, la manera de contar, el sentimiento que hay en todo el relato, y el final que sorprende y enternece.
ResponderEliminarMe encantó Ro, gracias por compartir esta historia de tu vieja; y sí que es lindo tener historias que sólo viven en los recuerdos, pero qué lindo sería leer una de esas cartas eh? jeje
Muchos besos hermosa!!!
Pau.-
Sí que sería lindo leer esas cartas! Me hubiera encantado, che. Pero bueno, hubo que reconstruir la historia nomás.
EliminarGracias Pau! Muchos besos
Pff.. emoción y aplausos.
ResponderEliminar:)
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