Las personas tenemos, en lo más
profundo de la intimidad, conocimientos que elegimos no racionalizar. Alguna
vez hablaba con una amiga de esas incomodidades que una borra del pensamiento
inclusive antes de elegir que pasen por él, pero pasan. Yo me niego
incomodidades por miedo a ser la única que las siente, por miedo a no generar
consenso. Y cuando otro las manifiesta, siento alivio.
El desconocimiento que se elige
no es lo mismo que la ignorancia. El desconocimiento que se elige, no puede
ignorarse. Todo lo contrario, si elegimos desconocer algo que conocemos, ese
algo nos termina atormentando: no se puede ignorar. Es algo así como el pase a
la clandestinidad de los conocimientos. De lo que se sabe que pasa, y se sabe
que se sabe, y se opta por no saber.
El hecho de que yo sea miedosa
no es, aunque no me crean, factor determinante para decir lo que sigue. Yo creo
que aquel que elige desconocer incomodidades por inseguridades propias, sin
perjudicar a nadie más que a sí mismo es, de alguna forma, inimputable. Claro,
debe cambiar.
Pero hay otro motivo por el que
elegir el desconocimiento, y es muy perverso. Cuando el curso de los hechos
genera dudas, confusiones e incertidumbres, intentar desenmarañarlas suele
tener algún grado de peligrosidad. Cuando se elige desconocer porque quien
desconoce no puede ser condenado por no denunciar, cuando se elige desconocer
para no denunciar, es imperdonable. Y ese tipo de desconocimiento tampoco es
igual a la ignorancia. Porque esa atrocidad, que no incomoda lo suficiente como
para imponerse, también atormenta. Pero esa atrocidad no denunciada, nos
atormenta a todos, y por eso elegir desconocerla es tan cruel que no tiene
nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario